Acerca de mi

Seguramente ya me habrás visto, estatura baja, morenita, cabello corto, una risa escandalosa y una personalidad díscola. A veces leyendo o siendo muy parlanchina...

miércoles, 27 de agosto de 2025

UN ÚLTIMO SOL

agosto 27, 2025






Sonrisas




Un hombre me saludaba desde la otra acera. Era una cara conocida, yo lo recordaba… Sonrió, pero no fue una sonrisa cualquiera. Fue de esas sonrisas que se quedan grabadas en la memoria, las que, al recibirlas, sabes que son especiales y las guardas como un tesoro.


Aquella cara conocida pronto comenzó a desdibujarse, sin forma, hasta que se acercó lo suficiente para quedar frente a mí. Extendió sus brazos y, como si todo estuviera escrito en un mecanismo inevitable, corrí hacia ellos. Entonces, el hombre desapareció. No dejó rastro, ni siquiera un suspiro.


La calle se desvaneció y, de pronto, estaba en un bus. El frío de la noche me envolvía, mientras el viento arrastraba mis lágrimas. ¿Lloraba? ¿Por qué lo hacía? Una voz lejana murmuraba: todo va a estar bien, dolerá solo un momento.


El llanto de un bebé me arrancó del pensamiento, y por un instante todo se volvió claro. Estaba de la mano con alguien. Al frente, una madre intentaba explicarle a su hijo que no podían comprar un helado. Curiosamente, el niño pedía uno más barato que el que yo estaba comiendo. La persona que me acompañaba soltó mi mano y le compró el helado al niño. Sin pensarlo, pregunté:

—¿Por qué se lo compraste?


La voz cariñosa respondió:

—No hay que ser egoístas con los demás… además, nada me cuesta hacerlo.


De pronto, un hombre apareció frente a mí, dándome instrucciones con tono frío y distante:

—Quite todos sus objetos: cadenas, aretes, anillos. Colóquelos en la bandeja y póngase la bata.


La persona en la camilla ya no era él. No lo sentía allí. Su rostro, pálido y marcado por los instrumentos de la UCI; sus manos, tan frías… Tenía tanto frío. No podía ni siquiera tocarlo, se veía frágil, demasiado frágil.


Mamá repetía entre lágrimas:

—Salúdalo y despídete. Dile que puede irse, que estaremos bien.


Su voz se fue apagando entre unas carcajadas lejanas. Eran mías. Alguien me hacía reír, mientras probaba el dulce sabor del arroz con leche. Estaba con él. Luego escuché una conversación, pero ya era yo, años más adelante:

—¿Me prometes que estarás en mi graduación?

—No puedo prometer nada. Nunca se sabe cuándo llegará el momento de irse.


Un hombre lloraba desconsolado sobre el hombro de su madre. Sus ojos estaban vacíos, como si su alma intentara escapar de su cuerpo.


Por un instante pensé que todo era un sueño. Me pellizqué el brazo, solo para descubrir la verdad más cruel: no lo era.


Una llamada bastó para confirmar la noticia. Su cuerpo había dejado de luchar. La pérdida con la que todos ya se habían estado preparando se había consumado al fin.

Entonces lo vi.

Un hombre estaba de pie, a lo lejos, con esa misma sonrisa que nunca se olvida. Saludaba suavemente a una niña, y la niña reía, ingenua, inocente, como si no existiera la tristeza. Yo me quedé quieta, observando, con la certeza de que aquel gesto no era para cualquiera: era un adiós disfrazado de encuentro.



Yuls